domingo, 1 de mayo de 2016

Segundo relato original: "La voz consumida"

La voz consumida
 Ya no soy nadie, solo un número, una cifra que apareció un viejo periódico de 1998 y que quedó olvidada para siempre.

 Nuestra historia no es la más normal del mundo, puesto que nos conocimos de una forma un tanto extraña. Yo me encontraba desabrigada en la calle, con el cuerpo descuidado y cubierto de mugre. Mi ser permanecía en silencio, maldiciendo entre dientes a la persona que me había llevado hasta esa horrible situación.
 Entonces, silenciosamente, te acercaste a mí y me tendiste tu mano. Mis ojos, sin embargo, ni siquiera te miraron, ya que lo único que quedaba en ellos era odio y dolor por un pasado cruel, un pasado que se repetiría una vez más. 
 Ese mismo día, permití que entraras en mi vida. Había algo en ti que te diferenciaba de los demás, o simplemente yo veía en ti lo que siempre había querido en un hombre. No podía ver la frialdad de tu corazón, solo veía al hombre que un día salvó mi alma.

 Es curioso como las personas cambian de un día para otro, y como llega un momento en que esa persona tan importante no es más que un desconocido. Así es como me sentí yo a tu lado después de entregarte mi vida. Los días pasaban y yo me sentía cada vez más y más sola. Tu ni siquiera te dabas cuenta pero poco a poco me fuiste apartando de tu camino hasta el punto de ni siquiera acompañarme en las frías noches de invierno.  Desaparecías durante días y cuando volvías no había sentimiento de culpa en tus ojos. Sin embargo, mis ojos sí derramaban lágrimas por ti, y se consolaban con pensar que mañana sería otro día y que tú volverías a ser el que habías sido.

 ─No te vayas todavía, tenemos que hablar de nosotros te dije con voz ahogada─. Necesito saber si todavía sigues siendo el mismo de antes. Necesito volver a sentir tus besos, tu piel rozando la mía...
  ─Cierra la boca...¡y desaparece de mi vista! 
 Tus palabras helaron mi voz para siempre. Acto seguido, de tu boca empezaron a salir más insultos y gritos. Yo permanecí en silencio, ensombrecida e inmóvil, incapaz de creer que estuvieras actuando como un monstruo. Pero tus insultos no acabaron allí. Cada día eran más frecuentes, insultabas y gritabas y luego me dejabas sola llorando en un rincón. Desee haberme quedado sorda para no tener que escuchar todas tus ofensas. Pero cuando pensé que no podía ser peor, empezó la sangre.

 Empezaste a llegar borracho a casa. Me decías que no habías bebido pero el pudor repulsivo que producía tu cuerpo te delataba una y otra vez, y yo no podía hacer nada más que callar, porque tenía miedo de enfrentarme a ti y que tú te fueras de mi lado para siempre. Tus golpes dejaban manchas oscuras en mi piel que posteriormente se convertirían en cicatrices de guerra. Cada día sumaba una nueva cicatriz. Un día en el rostro, otro en el pecho, otro en las costillas, y así eternamente. Nunca tuve el valor de enfrentarme a ti, era muchísimo más fácil callar que darme cuenta de la realidad que había ante mis ojos. Lo cierto es que yo me preguntaba si estabas enfadado conmigo o con el mundo. Nunca pude comprender que fue lo que te faltó para poder ser feliz. Lo tenías todo, una casa, amigos, un coche, gente que te quería y una mujer que estaba dispuesta a dar su vida por ti. 

 Inesperadamente, un día como otro cualquiera, llegaste temprano a casa y me abrazaste entre tus brazos. Me sonreíste como solías hacer cuando nos conocimos y te disculpaste por tu comportamiento, Me juraste que nunca más me harías daño y me pediste una nueva oportunidad. Y yo, muriendo de amor, te concedí ese deseo y ese fue mi error porque tus palabras estaban completamente vacías y pocos días después ya se las había llevado el viento.

 Volviste a salir con tus amigos por las noches y a llegar borracho a casa, por lo que me armé de valor y te dije que ese día yo también saldría con mis amigas. Entonces, me tiraste al suelo bruscamente. Me encerraste en la habitación y me dijiste que no saldría de ahí, que yo solo te pertenecía a ti y que como era tuya no podía ir a ningún lugar sino era contigo. Recapacité dócilmente y permanecí encerrada durante horas, prisionera de un hombre que finalmente se convirtió en prisionero de si mismo.
 Desgraciadamente nunca encontré el valor para acabar contigo, o para contarle a quiénes realmente me querían lo que tu estabas haciendo conmigo. Y entre mis últimos alientos seguí a tu lado, aguantando el dolor que aquello me producía y vislumbrando desde la ventana una libertad que tu nunca me concederías.

 Al fin, llegó el lunes de mi perdición. Desde el dormitorio podía oír tus pasos bruscos y descompasados. De nuevo estabas borracho. Ese día venías muy enfadado porque te habían despedido del trabajo. Me miraste con unos ojos llenos de odio y me golpeaste contra la pared. Acto seguido me diste un puñetazo mientras gritabas que todo aquello era culpa mía. Como una niña que lucha contra sus monstruos nocturnos, corrí por la habitación hasta poder escapar de tus garras. Me encerré en el baño durante horas pero más tarde terminaste el trabajo que habías dejado a medias. Tiraste la puerta del baño de un puñetazo. Me agarraste los cabellos y empezaste a desgarrarme la ropa. Me desnudaste y me hiciste tuya por última vez, sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo.  Cuando acabaste me dejaste allí malherida durante horas. Por la noche te acercaste al baño y con el bate de béisbol que te regalé me diste un último golpe. El grito ahogado que salió de mis labios quedó cicatrizado entre esas cuatro paredes para siempre. Cuando mi corazón cesó su compás te quedaste al fin callado. Encendiste un cigarrillo, con las manos manchadas de sangre, y lo consumiste en silencio, lentamente. Acto seguido, te sentaste junto a mi. Reseguiste mi cuerpo con el cigarrillo, manchandolo de sangre y escupiste en mi rostro con un <<maldita zorra>> final. Después te levantaste y tiraste el cigarrillo entre mis cabellos. Finalmente, con las manos sudorosas limpiaste toda la sangre y enterraste mi cuerpo en el jardín.

 En los periódicos aparecí como la joven de veintiocho años que desapareció una lluviosa noche de 1998. Los días pasaron y tu te olvidaste de mi. No había culpabilidad en tu rostro, pero sí miedo, miedo de que mi cuerpo fuera encontrado y que tus huellas en él fueran descubiertas. Pasaron los años y empezaste a conocer a otras chicas. Estas chicas, eran parecidas a mi. Todas ellas habían perdido el rumbo, tenían miedo de que otro hombre les rompiera el corazón, que las ensuciara de nuevo con sus manos, pero con tus palabras lograste que todas ellas se abrieran a ti. Tu locura terminó consumiéndolas a todas, igual que me consumiste a mi y acompañaron mi recuerdo que permanecía preso en las paredes ensangrentadas del baño.

 Y por fin, el karma llamó a tu puerta y te atrapó. Fue una chica, de pequeña estatura, quien harta de aguantar tus puñetazos tuvo el valor de llamar a la policía y pedir ayuda. Esa chica, de quien desconozco el nombre, fue la única que se atrevió a acabar con la bestia.  Fue tan fácil, y tu eras tan estúpido, que tus mentiras fueron descubiertas con la misma facilidad con la que acabaste conmigo.
 La policía se acercó a tu casa y comprobó que todo era correcto. No había sangre ni magulladuras en ninguna habitación puesto que cada vez que tus manos se manchaban en sangre te asegurabas de limpiarlas bien, y junto a ellas, todo lo que el cuerpo inerte y tus manos hubieran tocado. Pero olvidaste algo.
El jefe de la comisaría, te miró con desaprobación y se dirigió a la salida. La puerta dio un golpe seco detrás de él. Te reíste y te sentaste en el sillón complacido. Pero ese día algo se truncó.

 El karma jugó su última carta. El jefe de policía se paseó por el jardín donde residían los cuerpos sin vida. El hombre se abrochó el chaleco y respiró el aire infectado que se movía entre las hojas. A continuación examinó de nuevo la casa, miró la hierva que crecía desigual en cada parte del jardín y sin esfuerzo, sus ojos encontraron la colilla del viejo cigarrillo que te fumaste la noche que acabaste conmigo. Al principio no le dio importancia, solo se trataba de una colilla normal tirada en el suelo, pero cuando se agachó para cogerla y tirarla a la basura se percató que tenía manchas rojas. Entonces el aroma de putrefacción se filtro por sus fosas nasales. Se cayó redondo en el jardín, siendo consciente del asesino que se escondía tras la puerta. Y luego todo se convirtió en una pesadilla para ti. 

 Te condenaron a veintiocho años de prisión, que irónicamente era la edad que yo tenía cuando acabaste con mi vida. Tus horas se hicieron eternas entre esas paredes oscuras y frías, acompañado por otros seres igual o peores que tú. Entre esas rejas ensordecidas la locura se adueño de tu cuerpo.
 Permaneciste encerrado como un monstruo y cuando por fin llegó el día en que te tocaba salir de la cárcel encontraron tu cuerpo colgado de una de las paredes de tu celda.

 Y ahora, mientras yo puedo al fin liberarme de ti, tú te encuentras atrapado para siempre, entre sangre y gusanos y al igual que yo, pasarás a ser una cifra más que aparecerá en el periódico, una cifra que se consumirá igual que la colilla que te delató.

Atentamente, 
Mad girl.

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