La
voz consumida
Ya
no soy nadie, solo un número, una cifra que apareció un viejo
periódico de 1998 y que quedó olvidada para siempre.
Nuestra
historia no es la más normal del mundo, puesto que nos conocimos de
una forma un tanto extraña. Yo me encontraba desabrigada en la
calle, con el cuerpo descuidado y cubierto de mugre. Mi ser
permanecía en silencio, maldiciendo entre dientes a la persona que
me había llevado hasta esa horrible situación.
Entonces,
silenciosamente, te acercaste a mí y me tendiste tu mano. Mis ojos,
sin embargo, ni siquiera te miraron, ya que lo único que quedaba en
ellos era odio y dolor por un pasado cruel, un pasado que se
repetiría una vez más.
Ese
mismo día, permití que entraras en mi vida. Había algo en ti que
te diferenciaba de los demás, o simplemente yo veía en ti lo que
siempre había querido en un hombre. No podía ver la frialdad de tu
corazón, solo veía al hombre que un día salvó mi alma.
Es
curioso como las personas cambian de un día para otro, y como llega
un momento en que esa persona tan importante no es más que un
desconocido. Así es como me sentí yo a tu lado después de
entregarte mi vida. Los días pasaban y yo me sentía cada vez más y
más sola. Tu ni siquiera te dabas cuenta pero poco a poco me fuiste
apartando de tu camino hasta el punto de ni siquiera acompañarme en
las frías noches de invierno. Desaparecías durante días y cuando
volvías no había sentimiento de culpa en tus ojos. Sin embargo, mis
ojos sí derramaban lágrimas por ti, y se consolaban con pensar que
mañana sería otro día y que tú volverías a ser el que habías
sido.
─No
te vayas todavía, tenemos que hablar de nosotros ─te dije con voz
ahogada─. Necesito saber si todavía sigues siendo el mismo de
antes. Necesito volver a sentir tus besos, tu piel rozando la
mía...
─Cierra
la boca...¡y desaparece de mi vista!
Tus palabras helaron mi voz para siempre. Acto seguido, de tu boca empezaron a salir más insultos y gritos. Yo permanecí en silencio, ensombrecida e inmóvil, incapaz de creer que estuvieras actuando como un monstruo. Pero tus insultos no acabaron allí. Cada día eran más frecuentes, insultabas y gritabas y luego me dejabas sola llorando en un rincón. Desee haberme quedado sorda para no tener que escuchar todas tus ofensas. Pero cuando pensé que no podía ser peor, empezó la sangre.
Tus palabras helaron mi voz para siempre. Acto seguido, de tu boca empezaron a salir más insultos y gritos. Yo permanecí en silencio, ensombrecida e inmóvil, incapaz de creer que estuvieras actuando como un monstruo. Pero tus insultos no acabaron allí. Cada día eran más frecuentes, insultabas y gritabas y luego me dejabas sola llorando en un rincón. Desee haberme quedado sorda para no tener que escuchar todas tus ofensas. Pero cuando pensé que no podía ser peor, empezó la sangre.
Empezaste
a llegar borracho a casa. Me decías que no habías bebido pero el
pudor repulsivo que producía tu cuerpo te delataba una y otra vez, y
yo no podía hacer nada más que callar, porque tenía miedo de
enfrentarme a ti y que tú te fueras de mi lado para siempre. Tus
golpes dejaban manchas oscuras en mi piel que posteriormente se
convertirían en cicatrices de guerra. Cada día sumaba una nueva
cicatriz. Un día en el rostro, otro en el pecho, otro en las
costillas, y así eternamente. Nunca tuve el valor de enfrentarme a
ti, era muchísimo más fácil callar que darme cuenta de la realidad
que había ante mis ojos. Lo cierto es que yo me preguntaba si
estabas enfadado conmigo o con el mundo. Nunca pude comprender que
fue lo que te faltó para poder ser feliz. Lo tenías todo, una casa,
amigos, un coche, gente que te quería y una mujer que estaba
dispuesta a dar su vida por ti.
Inesperadamente,
un día como otro cualquiera, llegaste temprano a casa y me abrazaste
entre tus brazos. Me sonreíste como solías hacer cuando nos
conocimos y te disculpaste por tu comportamiento, Me juraste que
nunca más me harías daño y me pediste una nueva oportunidad. Y yo,
muriendo de amor, te concedí ese deseo y ese fue mi error porque tus
palabras estaban completamente vacías y pocos días después ya se
las había llevado el viento.
Volviste
a salir con tus amigos por las noches y a llegar borracho a casa, por
lo que me armé de valor y te dije que ese día yo también saldría
con mis amigas. Entonces, me tiraste al suelo bruscamente. Me
encerraste en la habitación y me dijiste que no saldría de ahí,
que yo solo te pertenecía a ti y que como era tuya no podía ir a
ningún lugar sino era contigo. Recapacité dócilmente y permanecí
encerrada durante horas, prisionera de un hombre que finalmente se
convirtió en prisionero de si mismo.
Desgraciadamente
nunca encontré el valor para acabar contigo, o para contarle a
quiénes realmente me querían lo que tu estabas haciendo conmigo. Y
entre mis últimos alientos seguí a tu lado, aguantando el dolor que
aquello me producía y vislumbrando desde la ventana una libertad que
tu nunca me concederías.
Al
fin, llegó el lunes de mi perdición. Desde el dormitorio podía oír
tus pasos bruscos y descompasados. De nuevo estabas borracho. Ese día
venías muy enfadado porque te habían despedido del trabajo. Me
miraste con unos ojos llenos de odio y me golpeaste contra la pared.
Acto seguido me diste un puñetazo mientras gritabas que todo aquello
era culpa mía. Como una niña que lucha contra sus monstruos
nocturnos, corrí por la habitación hasta poder escapar de tus
garras. Me encerré en el baño durante horas pero más tarde
terminaste el trabajo que habías dejado a medias. Tiraste la puerta
del baño de un puñetazo. Me agarraste los cabellos y empezaste a
desgarrarme la ropa. Me desnudaste y me hiciste tuya por última vez,
sin que yo pudiera hacer nada para impedirlo. Cuando acabaste me
dejaste allí malherida durante horas. Por la noche te acercaste al
baño y con el bate de béisbol que te regalé me diste un
último golpe. El grito ahogado que salió de mis labios quedó
cicatrizado entre esas cuatro paredes para siempre. Cuando mi corazón
cesó su compás te quedaste al fin callado. Encendiste un
cigarrillo, con las manos manchadas de sangre, y lo consumiste en
silencio, lentamente. Acto seguido, te sentaste junto a mi.
Reseguiste mi cuerpo con el cigarrillo, manchandolo de sangre y
escupiste en mi rostro con un <<maldita zorra>> final.
Después te levantaste y tiraste el cigarrillo entre mis cabellos.
Finalmente, con las manos sudorosas limpiaste toda la sangre y
enterraste mi cuerpo en el jardín.
En
los periódicos aparecí como la joven de veintiocho años que
desapareció una lluviosa noche de 1998. Los días pasaron y tu te
olvidaste de mi. No había culpabilidad en tu rostro, pero sí miedo,
miedo de que mi cuerpo fuera encontrado y que tus huellas en él
fueran descubiertas. Pasaron los años y empezaste a conocer a otras
chicas. Estas chicas, eran parecidas a mi. Todas ellas habían
perdido el rumbo, tenían miedo de que otro hombre les rompiera el
corazón, que las ensuciara de nuevo con sus manos, pero con tus
palabras lograste que todas ellas se abrieran a ti. Tu locura terminó
consumiéndolas a todas, igual que me consumiste a mi y acompañaron
mi recuerdo que permanecía preso en las paredes ensangrentadas del
baño.
Y
por fin, el karma llamó a tu puerta y te atrapó. Fue una chica, de
pequeña estatura, quien harta de aguantar tus puñetazos tuvo el
valor de llamar a la policía y pedir ayuda. Esa chica, de quien
desconozco el nombre, fue la única que se atrevió a acabar con la
bestia. Fue tan fácil, y tu eras tan estúpido, que tus mentiras
fueron descubiertas con la misma facilidad con la que acabaste
conmigo.
La
policía se acercó a tu casa y comprobó que todo era correcto. No
había sangre ni magulladuras en ninguna habitación puesto que cada
vez que tus manos se manchaban en sangre te asegurabas de limpiarlas
bien, y junto a ellas, todo lo que el cuerpo inerte y tus manos
hubieran tocado. Pero olvidaste algo.
El
jefe de la comisaría, te miró con desaprobación y se dirigió a la
salida. La puerta dio un golpe seco detrás de él. Te reíste y te
sentaste en el sillón complacido. Pero ese día algo se truncó.
El
karma jugó su última carta. El jefe de policía se paseó por el
jardín donde residían los cuerpos sin vida. El hombre se abrochó
el chaleco y respiró el aire infectado que se movía entre las
hojas. A continuación examinó de nuevo la casa, miró la hierva que
crecía desigual en cada parte del jardín y sin esfuerzo, sus ojos
encontraron la colilla del viejo cigarrillo que te fumaste la noche
que acabaste conmigo. Al principio no le dio importancia, solo se
trataba de una colilla normal tirada en el suelo, pero cuando se
agachó para cogerla y tirarla a la basura se percató que tenía
manchas rojas. Entonces el aroma de putrefacción se filtro por sus
fosas nasales. Se cayó redondo en el jardín, siendo consciente del
asesino que se escondía tras la puerta. Y luego todo se convirtió
en una pesadilla para ti.
Te
condenaron a veintiocho años de prisión, que irónicamente era la
edad que yo tenía cuando acabaste con mi vida. Tus horas se hicieron
eternas entre esas paredes oscuras y frías, acompañado por otros
seres igual o peores que tú. Entre esas rejas ensordecidas la locura
se adueño de tu cuerpo.
Permaneciste
encerrado como un monstruo y cuando por fin llegó el día en que te
tocaba salir de la cárcel encontraron tu cuerpo colgado de una de
las paredes de tu celda.
Y
ahora, mientras yo puedo al fin liberarme de ti, tú te encuentras
atrapado para siempre, entre sangre y gusanos y al igual que yo,
pasarás a ser una cifra más que aparecerá en el periódico, una
cifra que se consumirá igual que la colilla que te delató.
Atentamente,
Mad girl.
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