domingo, 29 de mayo de 2016

Tercer relato original: Deja que mi alma sea libre

Me hacía mucha ilusión escribir otro relato, pero buscando entre mis viejos relatos, encontré uno que presenté a un concurso literario en 2012. Aunque gané, me he dado cuenta que el relato contenía muchísimas incongruencias, faltas ortográficas, errores de coherencia... así que lo he reescrito y este es el resultado. Se que aun hay errores e intentaré ir mejorando día a día. Espero que os guste! 
DEJA QUE MI ALMA SEA LIBRE
      Una pequeña sonrisa se filtro por mi rostro. ¿De verdad todo había acabado?. Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo, pero era real, por fin todo ese sufrimiento había desaparecido de mi vida. Un filtro de luz se colaba por las blancas paredes, y mis piernas corrían alocadamente hacia la salida. Mis pies desnudos andaban por si solos y mi corazón latía desmesuradamente. Todo lo imposible e imaginable había cobrado por fin sentido y mis manos golpeaban todo lo que se interponía a mi huida. Un zumbido enorme distorsiono esa realidad perfecta que desgraciadamente no había sido más que un sueño.
   Me desperté de nuevo en ese lugar vacío, con las sabanas húmedas y con un olor desagradable. Mi cuerpo estaba medio desnudo, cubierto solamente por un viejo camisón ocre lleno de suciedad y agujeros. Las paredes de ese lugar se encontraban cubiertas por recortes de diarios, dibujos, y escritos sin ningún sentido todos ellos manchados en sangre. Me vestí en un abrir y cerrar de ojos, sin detenerme en la ventana para observar mi rostro. Sabía que este envejecía cada día, y solo de pensar en ello, me producía una extraña sensación nauseabunda, junto con unas ganas de acabar con ese ser que se reflejaba en el vidrio, un ser completamente distinto a mi.
    El chico de verde abrió la puerta de mi cuarto como cada mañana y me trajo el desayuno. Aguardó en la puerta durante unos instantes, esperando a que corriera hacia él y cogiera con mis astillosas manos esa comida que, a primera vista, parecía sacada de un cubo de basura. Sin embargo, me quedé sentada en la cama. Él se acercó a mi y me dejó la comida en la mesilla. Puso también mis pastillas, con un vaso de plástico al lado. Esperó a que me tomara las pastillas y silenciosamente abandonó mi habitación. Mis ojos se centraron en ese plato y, aunque que no era la comida más apetitosa del mundo, mis entrañas no aguantaron más y se abalanzaron encima del plato. Mis dientes masticaban y trinchaban la comida en milésimas de segundo así que terminé con ese plato en menos de cinco minutos. Entonces pulsé el botón rojo y esperé sentada en la cama.
   Después de unos largos minutos, apareció de nuevo el chico de verde y, con una sonrisa, recogió los platos. Luego me anunció que más tarde llegaría el hombre de blanco para darme la sesión rutinaria en la que intentaría averiguar cómo me sentía ese día. Me quedé callada. ¿Que quería que le contara?, pues me sentía igual que todos los días de esos largos años, encarcelada. Cada día que pasaba mis recuerdos se hacían más pequeños y, de vez en cuando, olvidaba la razón por la cual me encontraba en ese lugar. El chico de verde me preguntó si ya se podía marchar y yo asentí con la cabeza ―mientras mi mirada se perdía entre las migajas de pan que habían quedado esparcidas por la cama. Me besó en la frente y desapareció de nuevo.
  Como el hombre de blanco todavía no había llegado, cogí mi diario que restaba escondido debajo de un azulejo que yo misma había roto en uno de mis días sin sentido. Abrí el diario por la fecha en la que me encontraba, y me apresuré a anotar mis pensamientos, así como a dibujar signos que para muchos no tendrían nunca ningún sentido, pero que para mí, tenían un valor infinitamente grande. Escribí ni más ni menos que lo que me pasaba por la cabeza en aquel momento, mis sensaciones y los sueños que todavía me quedaban por realizar. Finalmente, quería escribir la locura por la que me encontraba en ese sitio, pero cuando me disponía a escribir, algo hizo que cerrara el diario. Me senté con la cabeza en las rodillas y me quedé pensando. Pensé en esos rostros con batas blancas o verdes, sin nombre. Siempre que entraban en mi cuarto me miraban con ojos de desconcierto y miedo, otros me sonreían y algunos pocos salían corriendo. Yo, sin embargo, no mostraba ningún interés en intentar conocerlos, solamente quería escapar de ese infierno. Quería que las manos de esos hombres sin nombre dejaran de lavarme el cuerpo cada semana. No soportaba que me peinaran, ni que intentaran juntarme con otros locos como yo. Solo quería mi libertad, aunque sabía que esa libertad no llegaría nunca.
   Un golpe seco rompió mis pensamientos. Por la puerta entró el hombre de blanco, con sus zapatos desgastados, su libreta caoba y su pluma negra. Se acercó a mí y recitó las mismas preguntas absurdas de cada día. Yo le miré con los ojos apagados y con un susurro le dije que todo estaba bien. Aunque él comprendió que eso no era cierto. Se sentó en el sillín y, por primera vez, empezó a hablar de eso que tanto me atormentaba. Su discurso duró unos largos minutos, y yo, aterrorizada, empecé a chillar. A continuación mis manos golpearon la pared sin que mi cuerpo sintiera ningún dolor, sin embargo mis dedos empezaron a sangrar y el hombre de blanco me detuvo cogiéndome por la cintura. Finalmente una aguja traspasó mi cuerpo que cayó al suelo en milésimas de segundo.
   Me desperté con las manos y los pies atados a una larga camilla con sabanas que olían a desinfectante. Miré a mi alrededor. No había nada. Un silencio espeluznante llenaba ese hueco vacío. Mientras tanto, mis manos luchaban por intentar liberarse de aquel infierno pero desgraciadamente no conseguía escapar de allí, y por ello, esperé a que alguien entrara en la sala y me explicara por qué estaba atada, pues no recordaba nada de lo que había sucedido, ni qué hacía en ese lugar. Solo recordaba mi nombre... no, ya no lo recordaba.
   Cerré los ojos y apreté los labios unos largos minutos, hasta que dos hombres entraron en la sala. Aunque sus labios se movían velozmente y ni siquiera se molestaban en respirar, yo no era capaz de escuchar nada de lo que estaban diciendo. Los párpados se me cerraban y aunque luché por mantenerme despierta, cerré los ojos de nuevo ante las miradas de esos hombres silenciosos.
   Cuando mis ojos se abrieron otra vez, me encontré en un cuarto con las paredes llenas de recortes de diarios, dibujos y escritos con tinta roja que parecía sangre. Una fotografía de una chica de poco más de dieciocho años estaba colgada también en la pared. En el centro del cuarto se encontraba un chico con un uniforme verde. Este me acomodó en la cama y con una sonrisa empezó a mover los labios y, de nuevo, no podía oír nada de lo que él decía. Entonces, en un papel escribió: <<No te preocupes, todo saldrá bien. Tú solo descansa. Estás en tu cuarto, puede que no lo recuerdes. No podrás oír nada hasta dentro de un par de días. Si necesitas nada, golpea la puerta con fuerza o aprieta el botón rojo>>. Dejé el papel en el suelo. Comprendí en ese instante que la chica de la fotografía que no se parecía nada a la chica que se reflejaba en la ventana sin vistas de ese oscuro cuarto, era yo. Miré al chico de verde y asentí con la cabeza para que pudiera abandonar mi cuarto. A continuación, me senté en la cama e intenté pensar en aquella chica de la fotografía. 
Entonces oí una voz aterradora. Aunque no podía recordar nada, sabía que esa voz la había conocido antes. Esa era la voz de la que me había hablado el hombre de blanco. Mis ojos recorrieron todo el cuarto, pero no encontraron a nadie. Esa voz solo quería mi perdición, quería que mi vida acabase en aquel momento. No lograba comprender qué decía la voz pero de algún modo conseguía que mi ser perdiera toda su cordura. Me pregunté si esa voz procedía de algún lugar externo, de otra habitación, de algún loco... Pero pronto descubrí que solo yo podía escuchar la voz, puesto que procedía de mi cabeza. En ese mismo instante lo recordé todo.
   Los hombres de verde me llamaban usuario 09452. Llevaba más de diez años encerrada en el manicomio de Brooklyn. Mis padres me abandonaron allí cuando solo tenía dieciocho años porque desde que empecé a dar mis primeros pasos oía una voz en mi cabeza, una voz que quería que matara a mis padres, una voz que quería que causara dolor a todos los que se encontraran con mi persona. No. Mis padres nunca me abandonaron allí. Fui yo quien les pedí ayuda, y ellos me internaron en el mejor manicomio de Nueva York. Los años pasaron y la voz se apoderó de mi. Me convertí en una loca más.
  Mientras miraba mi viejo y magullado rostro en el vidrio me reía. Después de tantos años bajo inyecciones, tratamientos, y todo tipo de experimentos, por fin recordaba qué hacía allí. Esa sonrisa se convirtió en una sonrisa quebrada. Empezaron a brotar lágrimas de mis ojos e intente que de mi boca saliera un grito de horror, pero solo salió un grito ahogado, de desesperación ante el recuerdo de todo cuanto había sido. El hecho no poder oír nada a parte de la voz en mi cabeza me puso todavía más furiosa. Corrí hacia la puerta y empecé a golpearla. Nadie acudió a mi. Apreté el botón rojo más de cinco veces, hasta que el chico de verde abrió la puerta. Pude ver su rostro horrorizado al percatarse de mi estado irracional. Quiso cogerme los brazos y atarme de nuevo, pero en ese momento ya tenía el diario en la mano, y se lo estampé en la cabeza momento que aproveché para escapar. Me sentí culpable al instante, pero aun así, nunca miré atrás.
  Recorrí esos pasillos oscuros de arriba abajo. Mi locura se apoderaba más y más de mi y yo solo quería que la voz cesara. No encontraba ninguna salida, así que recorrí los pasillos de nuevo y finalmente lo vi. Un agujero, al fondo de todo aquello, me esperaba con los brazos abiertos. A través del agujero mis ojos podían ver una luz muy intensa y un cielo de unos colores intensamente vivos. A través de aquel agujero mis ojos vislumbraban la libertad y supe que mi alma sería libre. Mi corazón en un éxtasis irrefrenable, aceleró cada vez más sus latidos y al fin, mis piernas saltaron al vacío. Mientras mi cuerpo mugriento caía al vacío, supe que la voz caería conmigo, y que ambas pasaríamos a ser una cifra más del famoso patio de suicidios del manicomio de Brooklyn.

1 comentario:

  1. Me ha gustado tu relato y me ha parecido muy interesante el tema. Un saludo y enhorabuena.

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